Los dominicos nacen en el contexto de la lucha contra las
herejías, que eran muy fuertes y numerosas a comienzos del siglo XIII, amenazando con dividir a una Iglesia Católica cuya jerarquía y clero se encontraba en uno de sus puntos de mayor degeneración.
Santo
Domingo de Guzmán, natural de
Caleruega,
España, era un clérigo que integraba el capítulo de la
catedral de Osma (actualmente
El Burgo de Osma). Durante un viaje diplomático realizado con su obispo al norte de Europa, tuvo la oportunidad de atravesar
Francia y entrar en comunicación con varios grupos declarados como herejes
cátaros y
albigenses, quienes predicaban contra la jerarquía eclesiástica, pregonando la pobreza mendicante y el regreso a la
Iglesia primitiva. Hacia 1206 Santo Domingo tuvo la idea de organizar un grupo que fuera a predicar en tierras de herejes, buscando su conversión. Dicho grupo debía vivir pobremente, sin criados ni posesiones. El Papa aprobó la idea, pero la experiencia no tuvo éxito inmediato, por lo que los gobiernos civil y eclesiástico optaron por utilizar la fuerza, llevando a cabo una guerra contra estos grupos heréticos.
Diversas representaciones de la cruz de Calatrava, símbolo de la Orden
Santo Domingo continúa madurando su idea y se va a vivir a la diócesis de
Toulouse, donde fundó un
monasterio mixto en
Prouille. Finalmente, hacia 1215 organizó la primera comunidad formal de "hermanos predicadores", como fue llamada la Orden naciente. Se componía de 16 integrantes. Dicha comunidad se guiaba bajo la regla de
San Agustín y vivía en
conventos o casas urbanas, bajo una espiritualidad a la vez monástica y a la vez apostólica. El lema escogido fue «Contemplate aliis tradere», es decir: «Contemplar y dar a otros el fruto de la contemplación». Todo esto fue novedoso para la época, pues hasta entonces, los religiosos vivían en
monasterios y no se dedicaban a la
predicación, la cual, en teoría, era monopolio de los
obispos, quienes tampoco la ejercían, imbuidos como estaban en asuntos económicos y de poder. Los dominicos tomaron como ejes de su
carisma el estudio y la predicación, unidos a la pobreza mendicante.
La Orden fue aprobada por el
Papa Honorio III en
1216. Pocos años después Santo Domingo toma la decisión de dispersar al pequeño grupo, enviándolo a lugares claves de la Europa de entonces:
París y
Bolonia, donde se encontraban las dos principales universidades del mundo occidental. El éxito fue inmediato. Si en
1221, cuando murió su fundador, Los dominicos eran alrededor de 300 frailes, unos cincuenta años más tarde el número bordeaba los 10.000 miembros. Hasta el siglo XIX, los dominicos representaron la segunda comunidad masculina más numerosa, después de los
franciscanos.
Pronto se hicieron muy populares, y grandes teólogos se forjaron en sus filas. Los casos más renombrados son los de Santo
Tomás de Aquino, San
Alberto Magno, el Maestro
Meister Eckart y San
Vicente Ferrer.
La preparación y formación teológica expuesta tanto por los dominicos como por los
franciscanos hizo que al fundarse la
Inquisición, en
1231, las autoridades se fijaran en estos religiosos y le confiaran su organización, que llevaron adelante con mucho celo, al punto de que los primeros quedaron asociados para siempre con este tristemente célebre tribunal. Tal vez los más famosos inquisidores son
Bernardo Gui (o de Guio) y
Tomás de Torquemada, ambos dominicos.
Tras una decadencia que afectó a todas las órdenes religiosas en general durante el siglo XIV, los Dominicos se reformaron en el siglo XV, y alcanzaron su época de mayor gloria intelectual que protagonizaron los dominicos del
Convento de San Esteban de Salamanca, donde se forjó la
Escuela de Salamanca, en su faceta teológica, que daría después sus frutos en el derecho y en la economía, con personajes de la talla de
Francisco de Vitoria,
Tomás de Mercado o
Domingo de Soto, que hicieron unos planteamientos sobre los problemas de la sociedad inusualmente avanzados.
Mientras tanto se enfrentaban a una nueva tarea: la
Evangelización de América. Su trabajo allí fue muy importante y en los anales de la historia se tiene en especial consideración a Fray
Bartolomé de las Casas, Fr.
Antonio de Montesinos, Fr.
Pedro de Córdoba, San
Luis Beltrán y otros más por su labor en la defensa de los derechos de los
indígenas americanos.
En América, los Dominicos también intervinieron en la educación de la población criolla, a través de la fundación de centros universitarios y en la propagación de prácticas y devociones que aún hoy están presentes entre la población católica, como la devoción a la
Virgen María a través del rezo del
rosario.
Al advenir la época de las revoluciones (siglos XVIII-XIX) tanto en Europa como en América, la Orden soportó la crisis más grande de su historia. La inobservancia, la laxitud, la aridez intelectual, unida a los ataques que desde el exterior lanzaron las autoridades políticas de corte liberal, la llevaron a casi desaparecer por completo. A partir del siglo XIX comenzó una segunda restauración, si bien el número de religiosos nunca volvió a tener el guarismo de otras épocas. Uno de los restauradores más conocidos por su influencia en Francia y en Europa en general, fue
Enrique Lacordaire.
En el siglo XX la Orden Dominicana recuperó parte de su antiguo esplendor en el campo teológico y pastoral. Por medio de teólogos como
Marie Dominique Chenu e
Yves Congar, entre otros, los dominicos tuvieron una influyente participación en el
Concilio Vaticano II. En la actualidad, los alrededor de 8.000 frailes que existen se dedican especialmente al estudio teológico y filosófico, a la pastoral en parroquias, a la
misión y la enseñanza en centros de estudio.